Dice Scorsese que las películas de superhéroes no son cine. Y duele. Duele porque no es uno de esos mesías pseudointelectuales que pontifica sobre el advenimiento de la mediocridad o la muerte del arte. Scorsese no necesita su minuto de gloria en el noticiario de mediodía, porque ya mira por encima del hombro a Coppola y solo alza la vista para observar el cielo.
El director neoyorkino es un genio del cine moderno y una leyenda viva del medio. Tan solo él es capaz de trasladar a DiCaprio desde las carpetas de las adolescentes a la cima de la interpretación; o de conseguir que todos nos enamoráramos de Margot Robbie, y lo hizo con la misma facilidad que un viejo pervertido firma su novela erótica con nombre de mujer.
Asumiendo con naturalidad que ni Robert Downey Jr. ni Scarlett Johansson merecen un óscar por formar parte de los Vengadores, sería fácil enumerar una serie de factores que caracterizaran el cine de superhéroes como un producto de entretenimiento respetable. Pero todavía es más fácil apelar a la lógica de aquellos que han creído a Scorsese. Su cine no es bueno, es el mejor, y para seguir siéndolo ha de someterse a la servidumbre de la rentabilidad, la última salvaguarda frente a la prostitución artística.
Para que El Irlandés llene las salas se requiere calidad, pero también un reguero incesante de palomiteros que abarrota los cines cada fin de semana para consolidar el consumo del séptimo arte. Un público que usualmente es más inteligente que los productores y tiende a estar más letrado que el grueso de los actores secundarios. Un público que, en definitiva, entre la última de Scorsese y la nueva ocurrencia de Tarantino quiere ver como Steve Rogers salva el mundo por tercera vez esta semana.
Dicen unos pocos entendidos que la pintura dejó de tener sentido el día que los artistas, esos posteriores al impresionismo, decidieron invertir más tiempo en justificar su obra que en pintarla. Suponemos que Scorsese estará por encima de esto.
Vicente Martí Piquer